LA SOLEDAD ACOMPAÑADA
Los días pasaban sin mucha diferencia de uno a otro, la rutina era tan obvia y persistente que había llegado al punto que ni se percataba de que un día era la copia exacta del otro. El trabajo en la tienda se convertiría en la mejor medicina para su entretenimiento, a la vez que le proporcionaba toda una relación personal con un sin fin de personas con las que compartir en mayor o menor medina sus ideas y algunas de sus inquietudes.
María se había casado bastante joven con un muchacho con enormes ansias de crecer en el terreno profesional, y el carácter de ella era propicio para saber empujar a aquel muchacho con grandes puntos de mira.
No imaginaria María lo que la fortuna y la vida le regalaría en uno de los mejores momentos económicos que se le presentaban y que le acompañaría en un largo periodo de años.
En el arduo camino de luchar por que ese pequeño negocio saliera a delante, se acoplaban bien las ideas de futuro de Carlos, y el desparpajo, soltura e inteligencia de ella.
Quizás en tan corto recorrido de tiempo no se percatara de que en algún momento del trayecto se habían ganado muchas cosas, pero había perdido otras tantas, una de ellas era el amor. Eso ya no sabía bien si existía, pero los ajetreados días no le deban suficiente tiempo para pensar en ello.
Se trataba de luchar por un futuro económico, o pararse a sentir amor. Pero cuando el pan es poco y le cuesta entrar por la puerta, la ternura y el amor salen por la ventana.
María suplía todas sus carencias afectivas con esa facilidad que tenia para saber llegar a la gente, y con esa suspicacia que le caracterizaba para descubrir en cual de ella podría tener una buena amistad.
De allí saldría dos o tres de sus mejores amigas y muchas y muchos de los esos contactos que inteligentemente sabía que le harían falta tanto para el ansiado desarrollo profesional como personal.
Por el camino, María había tenido dos hermosos hijos, tan diferentes uno del otro, no sólo porque uno era chico Luis y el otro una niña Carla, sino porque el uno era todo timidez y serenidad, y Carla era todo temperamento, revolución e independencia.
Carla no dejaba de ser, casi un calco de lo que en realidad era su madre, todo temperamento, con la salvedad de que a María los años le habían ablandado el corazón, por mucho que quisiera disimularlo.
Mucho antes de que el pan no dejara de faltar en la casa, y presumiendo ya de las nuevas mieles que comenzaban a rodear su casa y su día a día, María contaba con la estrecha amistad de Ángela, una señora de rostro afable y presencia señorial.
Quizás María encontrara en ella una hermana o ese afecto que el dinero no pueda comprar, no más si su vida tuviera algún secreto sería sólo Ángela la conocedora de muchas de sus intimidades, inquietudes y desasosiegos. Eran uña y carne y si alguna de ellas daba un paso la otra le acompañaba.
Sólo el carácter machista de Carlos, aspecto que antes no le molestaba, pero que con los años había hecho mella en ella, le impedía desarrollarse como persona y expandir todas sus ansias de volar libre y poder moverse como su espíritu revolucionario le pedía, de igual forma, le dificultaba seguir los pasos de su amiga, con más fortuna en lo que a independencia se trataba, pero poco podía hacer; llegó a conformarse con el poco tiempo del que disponía para hacer vida social que casi siempre era el que duraba las horas de jornada laboral. Pero no se puede atar eternamente a un ser con tantas ganas de vivir.
Y aunque a los 50 años nos parezca tarde, a esa edad María decidió volver a nacer. Fui ahí cuando tomó la decisión de romper con su pasado, pasara lo que pasara, y tomar las riendas de su vida.
Los niños ya habían crecido y ella estaba dispuesta a empezar a crecer sola pero libre.
Como cosas del destino, Ángela había tomado la misma decisión con su vida. De esa forma María y Ángela pudieron compartir muchos más momentos de amistad e inquietudes. Por primera vez la soledad dejó de ser soledad para ser vida.
ANA ESTHER GONZÁLEZ GONZÁLEZ